Antipasto editorial

Pasquín de tropelías, textos inclasificables y otros exabruptos. Anno Domini 1, No. 2.
I
El reloj del camarote del capitán Samuel Nolbrow, patrón de la goleta Mermaid (La Sirena), señaló implacable las ocho de la mañana.
Con la orgullosa puntualidad que observaba en todos los órdenes de su vida, Nolbrow dio orden de zarpar hacia Collier Bay, al lado occidental de Australia, distante unos 3.300 Kms., en línea recta desde Sydney. Por mar, la travesía aumentaba a unos 5.600 Kms., aproximadamente.
Nolbrow era uno de los miles de inmigrantes ingleses que, en la década de los Veinte del siglo XIX, abandonó una vida sin mayores expectativas en su país, para colonizar el continente del que, en 1770, tomó posesión en nombre de Inglaterra el célebre capitán James Cook.
Desde hacía varios años, Nolbrow residía con su familia en la ciudad-puerto de Sydney.
La donación de tierras a particulares dispuestos a explotarlas había provocado en 1821 -cuando Nolbrow emigró para construir su universo con sus propias manos-, una avalancha de solicitudes.
Para miles de ingleses, se trató de la última oportunidad de alcanzar una parcela en este mundo y por ello no les importó que ésta se ubicase en un lugar del Océano Pacífico, tan remoto como los sueños o las fantasías.
II
En octubre de 1829, cuando la Mermaid zarpó, hacía buen tiempo.
El clima manifestaba una benevolencia que los marinos agradecían en alta mar con una oración meridiana y otra al abandonar el cobijo de algún puerto o al llegar a él.
Para no ser la excepción, Nolbrow y los dieciocho tripulantes de la Mermaid -a quienes se sumaron los tres pasajeros que transportaban-, oraron durante unos minutos en la cubierta, tan pronto salieron de Sydney.
El sol calentaba en exceso, pero una brisa que provenía a las velas la energía necesaria para avanzar, refrescaba a quienes trabajaban o contemplaban como, lentamente, el puerto daba la impresión de estancarse en el pasado.
Debían bordear primero la costa oriental del continente y después la norte, atravesando al pasar de un punto cardinal al otro el Estrecho de Torres, que separa a Australia de la Nueva Guinea.
Durante cuatro días, la goleta Mermaid surcó el Pacífico a una velocidad promedio de dieciséis nudos hasta que, precisamente a la vista del Estrecho, disminuyó la brisa, al tiempo que el cielo se cubrió de nimbos.
III
Peligrosamente, la embarcación fue cesando su carrera hasta quedar paralizada, en un punto equidistante de las dos costas. Las olas apenas mecían a la Mermaid.
El capitán Nolbrow pensó que podrían presentarse dificultades pues, mientras ocurrían estos fenómenos, tuvo lugar un descenso en el barómetro. Con seguridad, se dijo para sí, en pocas horas se desataría una tormenta.
En efecto, en las primeras horas del amanecer, una ola gigante sacó a la Mermaid de su letargo.
Sobre la cubierta de estribor retumbó una especie de latigazo, al que siguió otro y otro y tantos como si la goleta fuese una fiera que alguien intentaba amaestrar. En los aparejos, el viento completaba con su ulular el cántico siniestro que en el mar antecede a los desastres.
Pese a la contundencia del meteoro, el capitán Nolbrow y su tripulación no se quedaron sin luchar.
Dispuestos a salvar la goleta aun a costa de sus vidas, enfrentaron el delirio de los elementos con los múltiples recursos que les sugirió la experiencia.
Sin embargo, pese al esfuerzo desplegado por todos, incluidos los pasajeros, la Mermaid fue arrastrada hacia un arrecife coralino, donde se destrozó su fondo.
Con vehemencia, las olas se apoderaron del barco, semejando corsarios enardecidos por la promesa de un paraíso repleto de mujeres hermosas, bebidas y joyas.
Excitadas, las aguas sobrepasaron las velas, deslizaron su espumosa beligerancia por la cubierta y entraron sin oposición a la sentina.
A merced de tal estoque, Nolbrow dio la orden de abandonar la goleta.
IV
El capitán Nolbrow, cumpliendo con la ética inapelable de la navegación marina, permaneció a bordo de la Mermaid hasta que el último de los tripulantes se entregó a la sucesión de minúsculos torbellinos en que se había convertido el mar.
Luego, cuando su conciencia le señaló que tenía permitido salvarse, sin menoscabo de su reputación ni de su grado, se dejó rodar por el costado de la nave y cayó al agua.
Ésta lo cubrió al instante, pero Nolbrow volvió a flote, tomó aire y nadó hacia donde, por encima del concierto de rumores, lo guiaban las voces de sus marinos.
Para fortuna de los náufragos, a menos de cien metros de donde había encallado la Mermaid, una enorme roca les ofrecía lo más parecido a un refugio.
Nolbrow llegó hasta allí y, luego de gritar un rato para también servir de guía en tan oscuro laberinto a quienes aún se hallaban en el agua, se le ocurrió contar a los sobrevivientes.
Aprovechando los primeros fulgores del amanecer, supo -no sin asombro-, que sobre la roca se encontraban todos, tripulantes y pasajeros, sanos y salvos, sin heridas considerables ni otro malestar que el frío envolvente del alba.
V
Durante tres salobres días, los veintidós hombres permanecieron adheridos a la vida, en calidad de moluscos.
Curiosamente, tanto la tripulación de la goleta como los tres pasajeros eran formidables nadadores, conjunción que no era ni es frecuente en travesías fluviales o marinas. Gracias a esto, todos alcanzaron aquella providencial piedra, descubierta en medio de las sombras por los dos primeros náufragos.
Desde ella, pudieron ir varias veces hasta los restos de la goleta y rescatar algunos víveres que permanecían en la bodega, los cuales, racionados, les permitieron esperar el rescate.
Éste tuvo lugar al principiar la cuarta mañana, contada a partir del accidente.
Con las pieles enrojecidas por el sol y el salitre, los cuerpos agotados por el desvelo acumulado y las mentes abotagadas por la angustiosa intemperie, los veintidós sobrevivientes recibieron con júbilo la visión de una barca, la Swiftsure, cuya tripulación los acogió a bordo tan pronto los avistó.
VI
La Swiftsure llevó su curso a lo largo de las costas de Nueva Guinea, durante cinco días, en los cuales el recuerdo de los malos ratos tras el naufragio copó las conversaciones de sobremesa.
Cada quien relató, tantas veces como le fue requerida, su versión del suceso, su particular experiencia de salvación.
Al quinto día, a media mañana, una corriente que no figuraba en las cartas se apoderó de la barca y la lanzó contra las rocas de la orilla, ignorando el esfuerzo de todos los hombres de a bordo.
Pese a las solicitudes de intercesión divina, transformadas al cabo del desencanto en blasfemias, la Swiftsure dejó de ser veloz y segura y chocó de costado contra una gran roca.
Su capitán dio orden de abandonar la embarcación y, como Nolbrow antes, permaneció a bordo de la parte de casco que aún flotaba, hasta comprobar que el último de sus hombres se hallaba en el agua.
Esta vez, los náufragos se refugiaron en una minúscula playa, a pocos centenares de metros de donde había ocurrido el percance.
Como no todos tenían cabida, un grupo formado por los mejores nadadores siguió de largo hasta unas lajas ubicadas a ochenta o cien metros al oeste.
Curiosamente, al hacer el conteo de sobrevivientes, tampoco faltó nadie, ni hubo heridas mayores que rasguños y aporreos.
VII
Por suerte, esa misma tarde pasó por allí la goleta Governor Ready, cuya tripulación estaba compuesta por 32 hombres.
Éstos, más los miembros de la Mermaid y la Swiftsure sumaban casi un centenar de personas que sobrepoblaban la cubierta, la sentina y aun los palos de la embarcación.
Al contrario de la Swiftsure y como la Mermaid, la Governor Ready iba hacia el oeste de Australia.
Tres horas después del rescate, cuando ni siquiera se habían secado las ropas de los náufragos y aún estaban inconclusos los relatos y los chistes acerca de la curiosa situación, se desató un incendio en la goleta.
Los más de cien hombres transformados en bomberos nada pudieron hacer para contener las llamas que, al parecer, estaban hambrientas de madera ya que, en cuestión de segundos, el velamen y todo el material inflamable de la embarcación desapareció con el fuego.
El capitán de la Governor Ready, de quien sus rescatados no tuvieron tiempo de conocer su nombre, ordenó abordar los botes salvavidas que, debido a la inusual multitud, resultaron insuficientes.
Sin embargo, tampoco esta vez hubo muertos, ni heridos graves.
VIII
Lo que sí se manifestó fue un problema adicional: en el trecho que habían recorrido a partir del rescate, se habían alejado a una distancia considerable de la tierra más próxima e, incluso, estaban fuera de los cursos regulares de navegación.
Ello presagiaba una larga permanencia en el silencio resplandeciente donde flotaban, con todas las consecuencias psíquicas y fisiológicas que de ello se podrían derivar.
Habría que racionar los escasos víveres; organizar equipos de abastecimiento en cada bote, encargados de pescar y distribuir las comidas; establecer guardias para no perder la remota probabilidad de ser avistados por un barco fuera de ruta; designar turnos de remeros y de permanencia en los botes o fuera de ellos; mantener la disciplina cuando los más débiles prorrumpieran en contagiosas lamentaciones o refugiaran su desesperanza en la locura.
Algunos bromistas recordaron, en voz alta, los relatos oídos en inverosímiles puertos, acerca de náufragos antropófagos que, al faltar los alimentos y tras sorteos o luchas cruentas, se habían engullido a sus compañeros de malaventura.
Estaban designando a los jefes de cada bote -todos, por supuesto, de la Governor Ready, pese a que en el grupo se hallaban dos capitanes- y se estaba suscitando una discusión que, a juzgar por el monto de las voces, desembocaría de manera inminente en una riña colectiva, cuando el guardacostas Comet surgió detrás de unas lejanas olas.
IX
Los náufragos gritaron con tal ímpetu, aunque el Comet venía hacia ellos, que a la tripulación de éste le hubiera sido imposible pasar de largo.
Al rato, cuando todos se hallaban a bordo, los tripulantes de la Comet se enteraron de los tres naufragios de la Mermaid, los dos de la Swiftsure y el de la Governor Ready e hicieron -y nadie trató de disimular-, muy visibles gestos de desagrado.
Más tarde, al calor de los cuentos, corrió el rumor de que en la Mermaid viajaba un nuevo Jonás.
Debido a ello, los marineros estuvieron varias veces a punto de lanzar al agua a algunos de los miembros de la primera y más veces zozobrada tripulación.
La inusitada situación provocó un pánico paranoide que, esa noche, iluminada por los mil millones de brillantes que refulgen en el firmamento, se hizo casi insostenible.
Fue necesario que los cuatro capitanes apaciguasen los ánimos, para que las respectivas tripulaciones se retirasen a dormir.
X
El Comet viajaba hacia el Este, por lo que cinco días después del tercer rescate se hallaba bastante alejado del escenario de los anteriores desastres y a mitad de camino hacia Sydney, el lugar al que se dirigía.
La convivencia de esas ciento veinte horas disipó un tanto las mutuas desconfianzas.
Ya se hablaba de una celebración conjunta al arribar al puerto, en la que no quedaría una prostituta sin recibir el homenaje de, al menos, un marinero.
Sin embargo, en cuestión de horas, el cielo se cubrió de nubes oscuras y amenazantes.
La tormenta no se desató hasta media tarde pero, eso sí, lo hizo con tal violencia que se partió el mástil, se rasgaron las velas y se desprendió el timón del Comet.
Entre maldiciones y blasfemias, los del guardacostas lanzaron al agua el único bote salvavidas de a bordo y lo ocuparon íntegramente, en tanto los náufragos de las otras tres embarcaciones se aglomeraron de nuevo en los botes del Governor Ready y sobre algunos restos del Comet.
En esta ocasión, estuvieron dieciocho horas en el agua, las tres últimas asediados por un grupo de tiburones.
A patadas, golpes de remo y gritos mantuvieron a raya a los escualos, hasta que apareció el paquebote Júpiter y los recogió.
Asombrosamente, tampoco faltaba ni estaba herido de consideración ninguno de los marineros.
XI
Nunca un barco había transportado un cargamento humano semejante, compuesto por individuos que parecían transmitir una especie de virus del naufragio que, como era de esperarse, también fue contagiado al Júpiter.
Al segundo día de camino, el paquebote chocó contra un arrecife y se hundió.
Pero la multitud de náufragos no duró ni una hora en el mar, pues la colisión había sido presenciada desde el barco inglés de pasajeros City of Leeds, el cual recibió en su cubierta a las cinco tripulaciones y -¡al fin!-, las trasladó completas y salvas hasta Sydney.
Hasta este punto, los hechos pueden simbolizarse como una secuencia de espejos, la imagen física del eco, el ir y venir monótono de las olas, la repetición matemática de las gotas de lluvia, la visión reiterativa de un mismo paisaje o el retorno permanente del día y de la noche.
Opina el escritor venezolano Luis Britto García que lo que hasta aquí se ha narrado y lo que aún falta tiene que ser real, porque sólo la vida elabora unos argumentos tan poco creíbles, que ni el peor dotado de los escritores se arriesgaría a idear.
Sin embargo, el relato no termina aquí y aún hubo otros acontecimientos singulares dignos de mención.
XII
Entre los pasajeros del City of Leeds, figuraba Sarah Richley, una sexagenaria con muy mala salud que había embarcado en Liverpool, esperando encontrar en Australia a su hijo Peter, huido de casa quince años atrás.
Según había averiguado, Peter se había enrolado en la Marina Real Inglesa y allí lo habían destinado al enorme país de los canguros.
En los tres lustros transcurridos hasta entonces, jamás recibió una carta ni la menor noticia suya y, como último recurso para dar con él, se le ocurrió transitar el mismo recorrido.
Mas, las pocas y débiles informaciones que logró reunir, desde la salida del barco hasta los días previos del arribo a Sydney, no hicieron otra cosa sino inocularle la idea de que a Peter le había sucedido algo grave.
En la Marina le habían dicho que, en efecto, su hijo había permanecido un tiempo en servicio, pero que, al cabo de un tiempo, se había retirado y nadie había vuelto a saber de él.
La desdicha postró de tal manera a Sarah Richley que, horas antes de arribar al puerto australiano, el doctor Thomas Sparks, médico de a bordo del City of Leeds, la desahució.
Sumida en un delirio angustioso, la señora Richley daba gritos en su camarote, llamando a su hijo, por lo que el doctor Sparks decidió aliviar su agonía.
Se le ocurrió buscar entre los marineros a alguno que se ajustase a la descripción del hijo que, en uno de los escasos momentos de lucidez de los últimos días, la enferma le había proporcionado. Tal descripción contenía más elementos imaginarios que reales, pues correspondía a la imagen que la madre se hacía de cómo era su hijo, luego de quince años de ausencia.
El médico recorrió la cubierta y las entrañas del barco y, tras observar a una docena de marinos cuyas características fisonómicas se adecuaban a las referidas por la inglesa, se decidió por uno de los marineros de las tripulaciones náufragas.
Éste tenía algo más de treinta años, el cabello castaño oscuro y los ojos azules.
Al enterarse del propósito y pese a las bromas de sus compañeros, no tuvo inconveniente en prestarse a la farsa alegando que, muy joven, él también se había fugado de su casa.
-¿Cómo se llama la señora y cómo debo llamarme yo? -inquirió, ya próximo a la puerta del camarote, donde se hallaba la enferma.
-Ah, perdone, olvidaba ese detalle -se excusó Sparks-: ella se llama Sarah Richley y nació en Yorkshire. Usted tiene que hacerse pasar por Peter Richley.
Ante el asombro del médico, el marino palideció y trastabilló.
-¡Es mi madre -balbuceó con un hilo de voz y aferrándose a uno de los brazos del médico-: yo soy Peter Richley!
XIII
Como corresponde a una historia con final feliz, la madre se recuperó en poco tiempo y, en compañía de su hijo y de la familia que éste había formado en Sydney, vivió otros veinte años*.
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*No crea que he dejado en el aire la relación entre los naufragios y el encuentro de Sarah con Peter Richley.
En efecto, como usted había sospechado, Peter formaba parte de la tripulación de la Mermaid. La vida ni siquiera eludió este detalle para que los hechos resultasen verosímiles.
* Combinación del vestuario con el condón.
* Creador -si no perfeccionador- de las "guevotadas": cachetadas con el miembro viril en la cara de las actrices.
* Sumergida de cara de la actriz, unida a la bajada de poceta inmediatamamente después.
* Narración sin cortes ni ediciones. Tal vez Rocco ha generado los segundos aires más memorables de la pornografía contemporánea. El período refractario para la nueva erección y a veces el mantenimiento de la misma -por minutos que para sus co-estrellas deben parecer horas- es un elemento a discutir en torno a su filmografía.
* Precursor de tomas –zoom in- de la distensiones vaginales y anales: esto ha afectado la obra tanto de profesionales como de amateurs –recordemos las tomas de Roxana Díaz y Jorge… –no sé por qué siempre olvido su apellido- ¡ah… Reyes es que se apellida el infeliz!
* Tapada de nariz de la actriz durante la felación. La ahogada, la tosida y el buche de baba generan imágenes dignas de la "plasticidad alien" originada en el cine fantástico italiano y popularizado luego en las producciones de Roger Corman.
* Escupir el miembro de compañeros masculinos mientras las estrellas femeninas entrompan el felatio -no es algo que agrade visualmente, pero pudiera entenderse como una antigua forma romana de compañerismo-
* Para gusto de los metrosexuales a Rocco le aplican el anilingus masculino, además del dedo en el recto. Para muchos, Rocco rompe con el machismo y se deja gozar por sus actrices mostrando una seria disposición al igualitarismo en las relaciones entre géneros. Si les soy sincero "allá el que se deje".
* Propulsor del "ass to mouth" en los menage a tróis.
Si a alguien se la ocurre algo más, pues bienvenido sea.
Autor: gabi valladares o.
Título: los colgados
Año: 2005
Autor: gabi valladares o.
Título: liliana
Año: 2005
Los amigos de Lubna -Lolita romana finisecular adicta al sexo y a los alcaloides- le han regalado de cumpleaños un cyborg. El tipo es el resultado de una masa enorme de músculos diseñados en laboratorios de biogenética a la que han acoplado el cerebro electrónico de la una fotocopiadora Xerox de última generación. De allí el nombre de RanXerox.
Pero a Lubna el pobre Ranx le parece muy buenote, demasiado pendejo, con esa fidelidad canina que a ella tanto obstina. El tipo no es que folle mal, se podría decir a su favor que inclusive lo hace sin pausa y con pleno dominio de la mecánica; pero le falta un no sé qué, que podemos resumir en “maldad”. Así que la nínfula pide a los amigos que le revolucionen la máquina al robot para que se ponga más pilas, más perverso, un poco más cruel. Y de tanto jurungarle el cerebro positrónico a este neo-Frankenstein se les ha pasado la mano con el chip que controla la agresividad, lo han dejado convertido en un cyborg hiperviolento que vomita odio por el mundo y sólo tiene sentimientos para amar a su joven ama de doce añitos.
Sin embargo, Lubna -la insatisfecha, la adicta, la infiel, la mujercita malvada que no se sacia con nada y no se apega jamás a nadie-, se sigue aburriendo de lo lindo con Ranx. Lo tiene condenado a una huelga de piernas cruzadas: “Mientras no me consigas heroína de la buena, no hay sexo, Ranx”. Y al pobre se le van marchitando los circuitos, se le van enchumbando las resistencias con la leche rancia, los músculos se le van atrofiando con aceites grumosos. Se muere del insomnio y no importan cuántas millones de ovejas eléctricas cuente, ese androide nada que duerme. Incluso está sentenciado a recibir en su pocilga romana, a la que su dueña lo ha dejado confinado, cintas de video que Lubna –tan gentil, tan dulcita- le hace llegar por correo, y donde se ha preocupado por filmar con detalle pornográfico sus encuentros sexuales con cierto afectadísimo nipo-germano de 16 años, bueno para nada, hijo de diplomáticos, demasiado preocupado por combinarse el calzoncillo hilo dental con el albornoz y con el tinte del pelo. El pobre Ranxerox se masturba con impotencia frente a la pantalla, se le detonan los cortocircuitos con los celos, con la frustración de ver lo pipa que se lo pasa Lubna empalada sobre el delgado pene de otro. Otro de carne y hueso, menos dotado que Ranxerox, pero definitivamente con otra maldad.
La heroína, Ranx, la heroína o el colapso. No heroína, no Lubna, no sexo. Y no más Ranxerox.
Y la heroína, de la buena buena, la que le gusta a Lubna, hay que buscarla con Carmencita. “La hermanita del asesino”, la chiquitita de 3 años y medio, que habla muy bien para su edad, pero que pega mejor. Que utiliza la navaja mejor aún. Que tiene los amiguitos contemporáneos que disparan ácido a la cara con sus pistolitas de agua. Carmencita, la pequeña emperatriz que siembra el pánico con su pandilla de niños crueles. Y que sabe exactamente a qué camello acudir y cómo pagarle –o pegarle, según convenga-. Para cualquier otro inconveniente está bien dispuesto el buen Ranx, a molerle la cara a alguien contra un ventilador de aspas metálicas, a aplastarle el cráneo con sus propias manos a algún adolescente impertinente, a patear mandíbulas con sus botas de punkie con punta de acero.
Es que en este mundo podrido Ranx es el único que actúa en defensa propia, el único que tiene –aunque sea equivocado- un ideal.
El argumento de esta historia, tan brutal como la manera misma en la que está pintada, es producto de los italianos Gaetano “Tanino” Liberatore (ilustraciones) y Stefano Tamburini (guión). Responsables de haber creado a principios de los 80 el cómic “RanXerox”, dieron rienda suelta a uno de los antihéroes más rudos e incómodos de la historia. Pero también uno de los robots más conmovedores jamás; curiosamente, uno de los más humanos y entrañables. Ingeniaron al gran Rank Xerox –como originalmente lo bautizaron-, y lo pusieron a sembrar el caos por las apocalípticas Roma y Nueva York de un futuro espeluznante, aún más decadente de lo que llegaría a ser. Se alimentaron del cyberpunk de William Gibson, combinándolo con siniestras pinceladas de drogas, sexo lacerante y carnes mordidas por el metal y el vidrio a lo James C. Ballard (valga la acotación de que Ranxerox exclama: ¡Por Ballard! En esos instantes cuando el resto de los mortales diría: ¡Por Dios!). También se sumergieron en ese pánico de identidades perdidas que se disuelven en la confusión que tanto caracterizó a Philip K. Dick; pescaron los peces mutantes de esa diatriba que se plantea al enfrentar a la humanidad estupidizada con una máquina mucho más noble que ella; pero sobre todo, Tamburini y Liberatore son creadores de algo nuevo. Algo que produce idéntico placer como culpa. Que emociona tanto como angustia. Uno tiene la sensación, al pasearse por esas hojas de los tres frenéticos fascículos que llegaría a tener RanXerox, de volver a ser un niño que está haciendo algo malo. Algo excitante y prohibido que sólo se hace a puerta cerrada, en silencio, a esa hora en la que se sabe que nadie en casa nos va a interrumpir. La fascinación del fetiche que merece ser compartido sólo por unos pocos muy selectos.
Stefano Tamburini, el padre de la criatura –podríamos decir que el cerebro y el corazón, porque la piel se la dio Liberatore-, moriría de una sobredosis de heroína en 1986. Uno llega a pensar que no podía, ni querría, morir de otra manera. Ni siquiera había podido terminar la tercera entrega de la trilogía de Ranx, que se llamaría “Amén” y cuya culminación estaría a cargo del francés Chabat. Casi toda su obra, así como las colaboraciones que realizó con otros artistas, fueron reeditadas gracias al empeño de Gaetano Liberatore (cuentan que le costó un mundo conseguirlo pues ningún editor quería meterse en semejante embrollo). Lo hizo como un homenaje postmorten a un genio prácticamente olvidado al que deberíamos rescatar del fondo de nuestras gavetas, sacudirle el polvo y rendirle culto: Larga vida Sr. Tamburini, y Dios salve a Ranxerox.
P.S:
Las obras de Tamburini y Liberatore están editadas en castellano por ediciones La Cúpula:
Ranx 1 En Nueva York.
Ranx 2 Feliz cumpleaños Lubna
Ranx 3: Amén.
Etiqueta negra (Liberatore)
Video Clips (Liberatore)
Pienso mucho en mi prima, a quien nunca más vi. Me pregunto si ella habrá olvidado nuestros secretos o si se los cuenta a alguien en medio de una borrachera para saber si es común esas cosas en los niños. Me imagino que nos encontramos y que yo le pregunto si recuerda cuando obligábamos a su hermano menor a lamernos el clítoris. Él prefería su totona porque era rosada y la mía marrón, entonces había que ofrecerle dinero para que me complaciera. Le quedamos debiendo mucho.
Recuerdo aquel cumpleaños, en el área del salón de fiesta de un edificio. Ya era de noche, quedaban muy pocas personas. María Adela y yo, despeinadas y sudadas (ella siempre estaba más despeinada y más sucia que yo), corríamos de un lado a otro. Dos parejas de adolescentes se besaban al final del área de la piscina. Nosotras espiábamos torpemente y ellos simulaban no darse cuenta. Cuando vimos que uno de ellos deslizó la mano hacia las nalgas de su pareja, me dieron ganas de salir corriendo, pero ella me sujetó del brazo y me obligó a ver cómo después le metía la mano por debajo de la blusa y acariciaba sus senos.
Nos metimos en el cuarto de baño de la piscina. Era un salón grande con muchos espejos, duchas y sanitarios. Nos encerramos en uno de los cuarticos y empezamos a besarnos, ella acariciaba mis nalgas y mi pecho tal como lo acabábamos de ver. Luego jugamos a masturbarnos. No recuerdo cómo llamábamos ese juego. Un día descubrimos que las dos solíamos hacerlo a escondidas, debajo de la cobija, entonces lo empezamos a hacer juntas cada vez que ella iba a mi casa o yo a la suya. Lo hacíamos con un bolígrafo, por encima de la ropa. Una vez me equivoqué, y en vez de usar el lado de la borra, usé el lado de la punta, y manché de tinta una falda nueva. Mamá me dio una cachetada cuando vio la mancha. Alguien entró al baño y nos subimos a la poceta para que no nos viera los zapatos. Yo tenía miedo pero me sentía valiente estando con ella. La mujer entró al baño de la derecha, la oímos orinar y vimos caer el papel higiénico al suelo. Se lavó las manos, volvió a entrar al baño para coger papel, se las secó y otra vez el papel al suelo. Aguantábamos la risa mordiéndonos los labios. Cuando salimos encontramos la cajita de madera en uno de los lavamanos. Era una madera clara, brillante, con unos dibujitos muy finos en cada esquina. Era más profunda de lo que se esperaba al verla por fuera. Adentro había varias pilas de billetes ordenados por colores, había monedas y recibos.
Papá me daba diariamente cinco bolívares para comprar el desayuno en el colegio, a veces un billete de diez cuando no tenía cambio, pero debía guardar el resto para el día siguiente. El hecho es que nunca había tenido en mi poder más de diez bolívares y en esa caja podía haber más de cinco mil. Empezamos a meternos los billetes adentro de las pantaletas, la verdad es que no pensé estar haciendo algo malo, cuando uno se encuentra dinero en la calle, uno se lo queda y ya, sigues caminando como si nada, lo comentas con tus padres y ellos celebran tu suerte. Yo agarraba los billetes de cinco y de diez, no me atrevía a más. Mi prima agarraba sólo los marrones, los de cien. Quedaban aún muchos billetes, pero ya no nos cabían más, entonces salimos corriendo a avisarle a los chicos que se besaban. Fue como darles un premio por lo que nos habían mostrado.
Al día siguiente, mamá me encerró en el cuarto y me preguntó si en la fiesta no había visto una caja de madera. Dije que no. Entonces me contó que la presidenta de la junta de condominio había perdido unos papeles muy importantes. Habían encontrado la caja vacía en un barranco que estaba al final de la piscina. Ella había dicho que nos había visto corriendo por todas partes, nos describió, éramos sospechosas. Temía la confesión de María Adela. Ella era una sinvergüenza, tenía antecedentes, varias materias reprobadas y una madre envidiable, despreocupada y alcohólica. Mi situación era exactamente la opuesta. Siguieron días de zozobra, no dormía bien, me temblaban las piernas cuando me llamaban a gritos para ir a comer. Fui gastando el dinero con mucha cautela, compraba barajitas antes de entrar al colegio y escondía la paca gruesa de las repetidas para evitar sospechas. Cuando llené el álbum no fui a reclamar el premio.
Ahora somos unas perfectas desconocidas, me pregunto cómo será ahora que tiene treinta y dos años (la misma edad que yo). Cuando me vino la primera menstruación, un 31 de diciembre, María Adela estaba pasando las vacaciones en mi casa. Me dio un dolor de estómago terrible y luego vi la sangre salir en coágulos mientras orinaba. A ella le había venido el mes anterior y no me había dicho nada para no hacerme sentir mal. Ella siempre escondía sus tetas, que habían alcanzado proporciones inquietantes, porque las mías eran pequeñas. Me enseñó a pegar las toallas sanitarias en la pantaleta, mamá completó la lección haciendo énfasis en la higiene (de esto María Adela no sabía nada) y remató con un abrazo que sentí sobreactuado y la frase: “mi hija ya es una señorita”.
Una noche, mamá me montó en el carro y empezó a interrogarme acerca de los amigos de mi prima, sus nombres, sus teléfonos, sus direcciones; recorrimos calles donde había adolescentes bebiendo, tocándose, escuchando música, mientras yo, sentada en el asiento trasero del carro, los envidiaba. Luego fuimos a casa de mi tía, que estaba esperándonos con cara grave y un vaso de wiski en la mano. Mi primo me dijo que María Adela se había escapado. Mamá nunca me habló de eso. Por más que traté de espiar sus murmullos telefónicos, no podía entender qué había pasado, por qué no nos vimos más. Es cierto que me molestaba su cabeza piojosa y su admiración hacia mi vida ordenada y limpia, pero extrañé sus cuentos de gente grande, sus mentiras. Extrañé el olor a orine de las alfombras de su casa, sus lecciones de cómo aspirar el humo del cigarrillo, besar con lengua, bailar pegado, masturbar al gato, beber tragos abandonados. Y sobre todo, la certeza de que nunca nada se sabría, estando con ella, mi vida a escondidas estaba bajo llave, nuestra llave.
Hace algunos años encontré a mi tía caminando en la calle. Después de la tercera cerveza me contó que mi mamá había prohibido el contacto entre mi prima y yo después de lo que pasó. María Adela nunca me perdonó que yo no hiciera nada en contra de esa medida. No encontré la manera de explicarle que desobedecer a mamá era algo impensable, su poder sobre mí era absoluto. Nuestra separación fue algo que siempre me intrigó, pero lo asumí como una ley: de dos a cuatro se practica el violín, de cuatro a seis se puede ver televisión, a las ocho de la noche empiezas a subir las escaleras para tu cuarto, las primas se separan.
Ignoro si sus recuerdos de nuestra época juntas estarán tan frescos como los míos, si tiene un dolor o una tristeza importante que opaque los recuerdos menores. Muchas veces me he detenido a pensar en las peores cosas que me han ocurrido, y encuentro la muerte de familiares lejanos y amigos, despechos y momentos con mis padres. No he tenido suerte con las desgracias.
Ahora mis secretos son sólo míos, aunque ella, sin sospecharlo, sigue estando presente en ellos.