Los naufragios de la Sirena
I
El reloj del camarote del capitán Samuel Nolbrow, patrón de la goleta Mermaid (La Sirena), señaló implacable las ocho de la mañana.
Con la orgullosa puntualidad que observaba en todos los órdenes de su vida, Nolbrow dio orden de zarpar hacia Collier Bay, al lado occidental de Australia, distante unos 3.300 Kms., en línea recta desde Sydney. Por mar, la travesía aumentaba a unos 5.600 Kms., aproximadamente.
Nolbrow era uno de los miles de inmigrantes ingleses que, en la década de los Veinte del siglo XIX, abandonó una vida sin mayores expectativas en su país, para colonizar el continente del que, en 1770, tomó posesión en nombre de Inglaterra el célebre capitán James Cook.
Desde hacía varios años, Nolbrow residía con su familia en la ciudad-puerto de Sydney.
La donación de tierras a particulares dispuestos a explotarlas había provocado en 1821 -cuando Nolbrow emigró para construir su universo con sus propias manos-, una avalancha de solicitudes.
Para miles de ingleses, se trató de la última oportunidad de alcanzar una parcela en este mundo y por ello no les importó que ésta se ubicase en un lugar del Océano Pacífico, tan remoto como los sueños o las fantasías.
II
En octubre de 1829, cuando la Mermaid zarpó, hacía buen tiempo.
El clima manifestaba una benevolencia que los marinos agradecían en alta mar con una oración meridiana y otra al abandonar el cobijo de algún puerto o al llegar a él.
Para no ser la excepción, Nolbrow y los dieciocho tripulantes de la Mermaid -a quienes se sumaron los tres pasajeros que transportaban-, oraron durante unos minutos en la cubierta, tan pronto salieron de Sydney.
El sol calentaba en exceso, pero una brisa que provenía a las velas la energía necesaria para avanzar, refrescaba a quienes trabajaban o contemplaban como, lentamente, el puerto daba la impresión de estancarse en el pasado.
Debían bordear primero la costa oriental del continente y después la norte, atravesando al pasar de un punto cardinal al otro el Estrecho de Torres, que separa a Australia de la Nueva Guinea.
Durante cuatro días, la goleta Mermaid surcó el Pacífico a una velocidad promedio de dieciséis nudos hasta que, precisamente a la vista del Estrecho, disminuyó la brisa, al tiempo que el cielo se cubrió de nimbos.
III
Peligrosamente, la embarcación fue cesando su carrera hasta quedar paralizada, en un punto equidistante de las dos costas. Las olas apenas mecían a la Mermaid.
El capitán Nolbrow pensó que podrían presentarse dificultades pues, mientras ocurrían estos fenómenos, tuvo lugar un descenso en el barómetro. Con seguridad, se dijo para sí, en pocas horas se desataría una tormenta.
En efecto, en las primeras horas del amanecer, una ola gigante sacó a la Mermaid de su letargo.
Sobre la cubierta de estribor retumbó una especie de latigazo, al que siguió otro y otro y tantos como si la goleta fuese una fiera que alguien intentaba amaestrar. En los aparejos, el viento completaba con su ulular el cántico siniestro que en el mar antecede a los desastres.
Pese a la contundencia del meteoro, el capitán Nolbrow y su tripulación no se quedaron sin luchar.
Dispuestos a salvar la goleta aun a costa de sus vidas, enfrentaron el delirio de los elementos con los múltiples recursos que les sugirió la experiencia.
Sin embargo, pese al esfuerzo desplegado por todos, incluidos los pasajeros, la Mermaid fue arrastrada hacia un arrecife coralino, donde se destrozó su fondo.
Con vehemencia, las olas se apoderaron del barco, semejando corsarios enardecidos por la promesa de un paraíso repleto de mujeres hermosas, bebidas y joyas.
Excitadas, las aguas sobrepasaron las velas, deslizaron su espumosa beligerancia por la cubierta y entraron sin oposición a la sentina.
A merced de tal estoque, Nolbrow dio la orden de abandonar la goleta.
IV
El capitán Nolbrow, cumpliendo con la ética inapelable de la navegación marina, permaneció a bordo de la Mermaid hasta que el último de los tripulantes se entregó a la sucesión de minúsculos torbellinos en que se había convertido el mar.
Luego, cuando su conciencia le señaló que tenía permitido salvarse, sin menoscabo de su reputación ni de su grado, se dejó rodar por el costado de la nave y cayó al agua.
Ésta lo cubrió al instante, pero Nolbrow volvió a flote, tomó aire y nadó hacia donde, por encima del concierto de rumores, lo guiaban las voces de sus marinos.
Para fortuna de los náufragos, a menos de cien metros de donde había encallado la Mermaid, una enorme roca les ofrecía lo más parecido a un refugio.
Nolbrow llegó hasta allí y, luego de gritar un rato para también servir de guía en tan oscuro laberinto a quienes aún se hallaban en el agua, se le ocurrió contar a los sobrevivientes.
Aprovechando los primeros fulgores del amanecer, supo -no sin asombro-, que sobre la roca se encontraban todos, tripulantes y pasajeros, sanos y salvos, sin heridas considerables ni otro malestar que el frío envolvente del alba.
V
Durante tres salobres días, los veintidós hombres permanecieron adheridos a la vida, en calidad de moluscos.
Curiosamente, tanto la tripulación de la goleta como los tres pasajeros eran formidables nadadores, conjunción que no era ni es frecuente en travesías fluviales o marinas. Gracias a esto, todos alcanzaron aquella providencial piedra, descubierta en medio de las sombras por los dos primeros náufragos.
Desde ella, pudieron ir varias veces hasta los restos de la goleta y rescatar algunos víveres que permanecían en la bodega, los cuales, racionados, les permitieron esperar el rescate.
Éste tuvo lugar al principiar la cuarta mañana, contada a partir del accidente.
Con las pieles enrojecidas por el sol y el salitre, los cuerpos agotados por el desvelo acumulado y las mentes abotagadas por la angustiosa intemperie, los veintidós sobrevivientes recibieron con júbilo la visión de una barca, la Swiftsure, cuya tripulación los acogió a bordo tan pronto los avistó.
VI
La Swiftsure llevó su curso a lo largo de las costas de Nueva Guinea, durante cinco días, en los cuales el recuerdo de los malos ratos tras el naufragio copó las conversaciones de sobremesa.
Cada quien relató, tantas veces como le fue requerida, su versión del suceso, su particular experiencia de salvación.
Al quinto día, a media mañana, una corriente que no figuraba en las cartas se apoderó de la barca y la lanzó contra las rocas de la orilla, ignorando el esfuerzo de todos los hombres de a bordo.
Pese a las solicitudes de intercesión divina, transformadas al cabo del desencanto en blasfemias, la Swiftsure dejó de ser veloz y segura y chocó de costado contra una gran roca.
Su capitán dio orden de abandonar la embarcación y, como Nolbrow antes, permaneció a bordo de la parte de casco que aún flotaba, hasta comprobar que el último de sus hombres se hallaba en el agua.
Esta vez, los náufragos se refugiaron en una minúscula playa, a pocos centenares de metros de donde había ocurrido el percance.
Como no todos tenían cabida, un grupo formado por los mejores nadadores siguió de largo hasta unas lajas ubicadas a ochenta o cien metros al oeste.
Curiosamente, al hacer el conteo de sobrevivientes, tampoco faltó nadie, ni hubo heridas mayores que rasguños y aporreos.
VII
Por suerte, esa misma tarde pasó por allí la goleta Governor Ready, cuya tripulación estaba compuesta por 32 hombres.
Éstos, más los miembros de la Mermaid y la Swiftsure sumaban casi un centenar de personas que sobrepoblaban la cubierta, la sentina y aun los palos de la embarcación.
Al contrario de la Swiftsure y como la Mermaid, la Governor Ready iba hacia el oeste de Australia.
Tres horas después del rescate, cuando ni siquiera se habían secado las ropas de los náufragos y aún estaban inconclusos los relatos y los chistes acerca de la curiosa situación, se desató un incendio en la goleta.
Los más de cien hombres transformados en bomberos nada pudieron hacer para contener las llamas que, al parecer, estaban hambrientas de madera ya que, en cuestión de segundos, el velamen y todo el material inflamable de la embarcación desapareció con el fuego.
El capitán de la Governor Ready, de quien sus rescatados no tuvieron tiempo de conocer su nombre, ordenó abordar los botes salvavidas que, debido a la inusual multitud, resultaron insuficientes.
Sin embargo, tampoco esta vez hubo muertos, ni heridos graves.
VIII
Lo que sí se manifestó fue un problema adicional: en el trecho que habían recorrido a partir del rescate, se habían alejado a una distancia considerable de la tierra más próxima e, incluso, estaban fuera de los cursos regulares de navegación.
Ello presagiaba una larga permanencia en el silencio resplandeciente donde flotaban, con todas las consecuencias psíquicas y fisiológicas que de ello se podrían derivar.
Habría que racionar los escasos víveres; organizar equipos de abastecimiento en cada bote, encargados de pescar y distribuir las comidas; establecer guardias para no perder la remota probabilidad de ser avistados por un barco fuera de ruta; designar turnos de remeros y de permanencia en los botes o fuera de ellos; mantener la disciplina cuando los más débiles prorrumpieran en contagiosas lamentaciones o refugiaran su desesperanza en la locura.
Algunos bromistas recordaron, en voz alta, los relatos oídos en inverosímiles puertos, acerca de náufragos antropófagos que, al faltar los alimentos y tras sorteos o luchas cruentas, se habían engullido a sus compañeros de malaventura.
Estaban designando a los jefes de cada bote -todos, por supuesto, de la Governor Ready, pese a que en el grupo se hallaban dos capitanes- y se estaba suscitando una discusión que, a juzgar por el monto de las voces, desembocaría de manera inminente en una riña colectiva, cuando el guardacostas Comet surgió detrás de unas lejanas olas.
IX
Los náufragos gritaron con tal ímpetu, aunque el Comet venía hacia ellos, que a la tripulación de éste le hubiera sido imposible pasar de largo.
Al rato, cuando todos se hallaban a bordo, los tripulantes de la Comet se enteraron de los tres naufragios de la Mermaid, los dos de la Swiftsure y el de la Governor Ready e hicieron -y nadie trató de disimular-, muy visibles gestos de desagrado.
Más tarde, al calor de los cuentos, corrió el rumor de que en la Mermaid viajaba un nuevo Jonás.
Debido a ello, los marineros estuvieron varias veces a punto de lanzar al agua a algunos de los miembros de la primera y más veces zozobrada tripulación.
La inusitada situación provocó un pánico paranoide que, esa noche, iluminada por los mil millones de brillantes que refulgen en el firmamento, se hizo casi insostenible.
Fue necesario que los cuatro capitanes apaciguasen los ánimos, para que las respectivas tripulaciones se retirasen a dormir.
X
El Comet viajaba hacia el Este, por lo que cinco días después del tercer rescate se hallaba bastante alejado del escenario de los anteriores desastres y a mitad de camino hacia Sydney, el lugar al que se dirigía.
La convivencia de esas ciento veinte horas disipó un tanto las mutuas desconfianzas.
Ya se hablaba de una celebración conjunta al arribar al puerto, en la que no quedaría una prostituta sin recibir el homenaje de, al menos, un marinero.
Sin embargo, en cuestión de horas, el cielo se cubrió de nubes oscuras y amenazantes.
La tormenta no se desató hasta media tarde pero, eso sí, lo hizo con tal violencia que se partió el mástil, se rasgaron las velas y se desprendió el timón del Comet.
Entre maldiciones y blasfemias, los del guardacostas lanzaron al agua el único bote salvavidas de a bordo y lo ocuparon íntegramente, en tanto los náufragos de las otras tres embarcaciones se aglomeraron de nuevo en los botes del Governor Ready y sobre algunos restos del Comet.
En esta ocasión, estuvieron dieciocho horas en el agua, las tres últimas asediados por un grupo de tiburones.
A patadas, golpes de remo y gritos mantuvieron a raya a los escualos, hasta que apareció el paquebote Júpiter y los recogió.
Asombrosamente, tampoco faltaba ni estaba herido de consideración ninguno de los marineros.
XI
Nunca un barco había transportado un cargamento humano semejante, compuesto por individuos que parecían transmitir una especie de virus del naufragio que, como era de esperarse, también fue contagiado al Júpiter.
Al segundo día de camino, el paquebote chocó contra un arrecife y se hundió.
Pero la multitud de náufragos no duró ni una hora en el mar, pues la colisión había sido presenciada desde el barco inglés de pasajeros City of Leeds, el cual recibió en su cubierta a las cinco tripulaciones y -¡al fin!-, las trasladó completas y salvas hasta Sydney.
Hasta este punto, los hechos pueden simbolizarse como una secuencia de espejos, la imagen física del eco, el ir y venir monótono de las olas, la repetición matemática de las gotas de lluvia, la visión reiterativa de un mismo paisaje o el retorno permanente del día y de la noche.
Opina el escritor venezolano Luis Britto García que lo que hasta aquí se ha narrado y lo que aún falta tiene que ser real, porque sólo la vida elabora unos argumentos tan poco creíbles, que ni el peor dotado de los escritores se arriesgaría a idear.
Sin embargo, el relato no termina aquí y aún hubo otros acontecimientos singulares dignos de mención.
XII
Entre los pasajeros del City of Leeds, figuraba Sarah Richley, una sexagenaria con muy mala salud que había embarcado en Liverpool, esperando encontrar en Australia a su hijo Peter, huido de casa quince años atrás.
Según había averiguado, Peter se había enrolado en la Marina Real Inglesa y allí lo habían destinado al enorme país de los canguros.
En los tres lustros transcurridos hasta entonces, jamás recibió una carta ni la menor noticia suya y, como último recurso para dar con él, se le ocurrió transitar el mismo recorrido.
Mas, las pocas y débiles informaciones que logró reunir, desde la salida del barco hasta los días previos del arribo a Sydney, no hicieron otra cosa sino inocularle la idea de que a Peter le había sucedido algo grave.
En la Marina le habían dicho que, en efecto, su hijo había permanecido un tiempo en servicio, pero que, al cabo de un tiempo, se había retirado y nadie había vuelto a saber de él.
La desdicha postró de tal manera a Sarah Richley que, horas antes de arribar al puerto australiano, el doctor Thomas Sparks, médico de a bordo del City of Leeds, la desahució.
Sumida en un delirio angustioso, la señora Richley daba gritos en su camarote, llamando a su hijo, por lo que el doctor Sparks decidió aliviar su agonía.
Se le ocurrió buscar entre los marineros a alguno que se ajustase a la descripción del hijo que, en uno de los escasos momentos de lucidez de los últimos días, la enferma le había proporcionado. Tal descripción contenía más elementos imaginarios que reales, pues correspondía a la imagen que la madre se hacía de cómo era su hijo, luego de quince años de ausencia.
El médico recorrió la cubierta y las entrañas del barco y, tras observar a una docena de marinos cuyas características fisonómicas se adecuaban a las referidas por la inglesa, se decidió por uno de los marineros de las tripulaciones náufragas.
Éste tenía algo más de treinta años, el cabello castaño oscuro y los ojos azules.
Al enterarse del propósito y pese a las bromas de sus compañeros, no tuvo inconveniente en prestarse a la farsa alegando que, muy joven, él también se había fugado de su casa.
-¿Cómo se llama la señora y cómo debo llamarme yo? -inquirió, ya próximo a la puerta del camarote, donde se hallaba la enferma.
-Ah, perdone, olvidaba ese detalle -se excusó Sparks-: ella se llama Sarah Richley y nació en Yorkshire. Usted tiene que hacerse pasar por Peter Richley.
Ante el asombro del médico, el marino palideció y trastabilló.
-¡Es mi madre -balbuceó con un hilo de voz y aferrándose a uno de los brazos del médico-: yo soy Peter Richley!
XIII
Como corresponde a una historia con final feliz, la madre se recuperó en poco tiempo y, en compañía de su hijo y de la familia que éste había formado en Sydney, vivió otros veinte años*.
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*No crea que he dejado en el aire la relación entre los naufragios y el encuentro de Sarah con Peter Richley.
En efecto, como usted había sospechado, Peter formaba parte de la tripulación de la Mermaid. La vida ni siquiera eludió este detalle para que los hechos resultasen verosímiles.
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