miércoles, marzo 29, 2006

Recuerdos menores

MARÍA GRACIELA BASTARDO



Pienso mucho en mi prima, a quien nunca más vi. Me pregunto si ella habrá olvidado nuestros secretos o si se los cuenta a alguien en medio de una borrachera para saber si es común esas cosas en los niños. Me imagino que nos encontramos y que yo le pregunto si recuerda cuando obligábamos a su hermano menor a lamernos el clítoris. Él prefería su totona porque era rosada y la mía marrón, entonces había que ofrecerle dinero para que me complaciera. Le quedamos debiendo mucho.

Recuerdo aquel cumpleaños, en el área del salón de fiesta de un edificio. Ya era de noche, quedaban muy pocas personas. María Adela y yo, despeinadas y sudadas (ella siempre estaba más despeinada y más sucia que yo), corríamos de un lado a otro. Dos parejas de adolescentes se besaban al final del área de la piscina. Nosotras espiábamos torpemente y ellos simulaban no darse cuenta. Cuando vimos que uno de ellos deslizó la mano hacia las nalgas de su pareja, me dieron ganas de salir corriendo, pero ella me sujetó del brazo y me obligó a ver cómo después le metía la mano por debajo de la blusa y acariciaba sus senos.

Nos metimos en el cuarto de baño de la piscina. Era un salón grande con muchos espejos, duchas y sanitarios. Nos encerramos en uno de los cuarticos y empezamos a besarnos, ella acariciaba mis nalgas y mi pecho tal como lo acabábamos de ver. Luego jugamos a masturbarnos. No recuerdo cómo llamábamos ese juego. Un día descubrimos que las dos solíamos hacerlo a escondidas, debajo de la cobija, entonces lo empezamos a hacer juntas cada vez que ella iba a mi casa o yo a la suya. Lo hacíamos con un bolígrafo, por encima de la ropa. Una vez me equivoqué, y en vez de usar el lado de la borra, usé el lado de la punta, y manché de tinta una falda nueva. Mamá me dio una cachetada cuando vio la mancha. Alguien entró al baño y nos subimos a la poceta para que no nos viera los zapatos. Yo tenía miedo pero me sentía valiente estando con ella. La mujer entró al baño de la derecha, la oímos orinar y vimos caer el papel higiénico al suelo. Se lavó las manos, volvió a entrar al baño para coger papel, se las secó y otra vez el papel al suelo. Aguantábamos la risa mordiéndonos los labios. Cuando salimos encontramos la cajita de madera en uno de los lavamanos. Era una madera clara, brillante, con unos dibujitos muy finos en cada esquina. Era más profunda de lo que se esperaba al verla por fuera. Adentro había varias pilas de billetes ordenados por colores, había monedas y recibos.

Papá me daba diariamente cinco bolívares para comprar el desayuno en el colegio, a veces un billete de diez cuando no tenía cambio, pero debía guardar el resto para el día siguiente. El hecho es que nunca había tenido en mi poder más de diez bolívares y en esa caja podía haber más de cinco mil. Empezamos a meternos los billetes adentro de las pantaletas, la verdad es que no pensé estar haciendo algo malo, cuando uno se encuentra dinero en la calle, uno se lo queda y ya, sigues caminando como si nada, lo comentas con tus padres y ellos celebran tu suerte. Yo agarraba los billetes de cinco y de diez, no me atrevía a más. Mi prima agarraba sólo los marrones, los de cien. Quedaban aún muchos billetes, pero ya no nos cabían más, entonces salimos corriendo a avisarle a los chicos que se besaban. Fue como darles un premio por lo que nos habían mostrado.

Al día siguiente, mamá me encerró en el cuarto y me preguntó si en la fiesta no había visto una caja de madera. Dije que no. Entonces me contó que la presidenta de la junta de condominio había perdido unos papeles muy importantes. Habían encontrado la caja vacía en un barranco que estaba al final de la piscina. Ella había dicho que nos había visto corriendo por todas partes, nos describió, éramos sospechosas. Temía la confesión de María Adela. Ella era una sinvergüenza, tenía antecedentes, varias materias reprobadas y una madre envidiable, despreocupada y alcohólica. Mi situación era exactamente la opuesta. Siguieron días de zozobra, no dormía bien, me temblaban las piernas cuando me llamaban a gritos para ir a comer. Fui gastando el dinero con mucha cautela, compraba barajitas antes de entrar al colegio y escondía la paca gruesa de las repetidas para evitar sospechas. Cuando llené el álbum no fui a reclamar el premio.

Ahora somos unas perfectas desconocidas, me pregunto cómo será ahora que tiene treinta y dos años (la misma edad que yo). Cuando me vino la primera menstruación, un 31 de diciembre, María Adela estaba pasando las vacaciones en mi casa. Me dio un dolor de estómago terrible y luego vi la sangre salir en coágulos mientras orinaba. A ella le había venido el mes anterior y no me había dicho nada para no hacerme sentir mal. Ella siempre escondía sus tetas, que habían alcanzado proporciones inquietantes, porque las mías eran pequeñas. Me enseñó a pegar las toallas sanitarias en la pantaleta, mamá completó la lección haciendo énfasis en la higiene (de esto María Adela no sabía nada) y remató con un abrazo que sentí sobreactuado y la frase: “mi hija ya es una señorita”.

Una noche, mamá me montó en el carro y empezó a interrogarme acerca de los amigos de mi prima, sus nombres, sus teléfonos, sus direcciones; recorrimos calles donde había adolescentes bebiendo, tocándose, escuchando música, mientras yo, sentada en el asiento trasero del carro, los envidiaba. Luego fuimos a casa de mi tía, que estaba esperándonos con cara grave y un vaso de wiski en la mano. Mi primo me dijo que María Adela se había escapado. Mamá nunca me habló de eso. Por más que traté de espiar sus murmullos telefónicos, no podía entender qué había pasado, por qué no nos vimos más. Es cierto que me molestaba su cabeza piojosa y su admiración hacia mi vida ordenada y limpia, pero extrañé sus cuentos de gente grande, sus mentiras. Extrañé el olor a orine de las alfombras de su casa, sus lecciones de cómo aspirar el humo del cigarrillo, besar con lengua, bailar pegado, masturbar al gato, beber tragos abandonados. Y sobre todo, la certeza de que nunca nada se sabría, estando con ella, mi vida a escondidas estaba bajo llave, nuestra llave.

Hace algunos años encontré a mi tía caminando en la calle. Después de la tercera cerveza me contó que mi mamá había prohibido el contacto entre mi prima y yo después de lo que pasó. María Adela nunca me perdonó que yo no hiciera nada en contra de esa medida. No encontré la manera de explicarle que desobedecer a mamá era algo impensable, su poder sobre mí era absoluto. Nuestra separación fue algo que siempre me intrigó, pero lo asumí como una ley: de dos a cuatro se practica el violín, de cuatro a seis se puede ver televisión, a las ocho de la noche empiezas a subir las escaleras para tu cuarto, las primas se separan.

Ignoro si sus recuerdos de nuestra época juntas estarán tan frescos como los míos, si tiene un dolor o una tristeza importante que opaque los recuerdos menores. Muchas veces me he detenido a pensar en las peores cosas que me han ocurrido, y encuentro la muerte de familiares lejanos y amigos, despechos y momentos con mis padres. No he tenido suerte con las desgracias.


Ahora mis secretos son sólo míos, aunque ella, sin sospecharlo, sigue estando presente en ellos.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Que grato viaje este de leerte y recordar y dejar escapar alguna sonrisa solidaria, ver espejos en parte de ese anecdotario tan común y tan privado.
Exquisita lectura.

Salud

9:39 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Todas las familias tienen sus primas, todas tienen sus cuentos, unas más osadas, otras más recatadas, o quizás con mala memoria, ayy infancia ya ida, paraiso perdido del amor y el miedo. Ese cuento no tiene nada de Safo como dicen los editores, sino de secreto, de mentiras a los adultos, de irreverencia al poder de los padres y de la familia.

6:00 p. m.  

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